Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
VIAJE A YUCATAN I



Comentario

CAPÍTULO IX


Viaje a Halachó. --Execrables caminos. --Vista de las ruinas de Senuitzacal. --Muchedumbre matizada. --Pueblo de Becal. --El cura. --Almuerzo. --Ruinas. --Llegada a Halachó. --Gran feria. --Fiesta de Santiago Apóstol. --Milagros. --Imagen de Santiago. --Lucha de toros y toreadores. --Mercado de caballos. --Escenas en la plaza. --Juego. --Primitivo medio de circulación. --Recuerdos de la patria. --Investigación de ruinas. --Hacienda Sibó. --Montículos de ruinas. --Piedras notables. --Un edificio largo. --Hacienda Tankuiché. --Más ruinas. --Una muralla de estuco cubierta de pinturas. --Molestias de las garrapatas. --Regreso al pueblo. --Baile. --Fuegos artificiales. --Condición de los indios



Como ya se había despejado suficientemente el terreno para que Mr. Catherwood tuviese bastante en qué ocuparse, el martes 18 de noviembre salí de las ruinas, guiado del mayoral, para un corto viaje en que había de juntarme con D. Simón Peón en la feria de Halachó, y visitar algunas ruinas en otra hacienda suya de las inmediaciones. Salimos a las seis y media de la mañana con dirección al N. O. A las siete y diez minutos cruzamos una serranía, o hilera de colinas, de unos ciento cincuenta pies de elevación, y descendimos a una extensa sabana, que era una mera cañada de tierra baja y plana. El camino era de lo peor que yo había encontrado en aquel país, pues no era más que una simple y fangosa vereda apenas propia para las mulas y caballos que iban a la feria. Mi caballo iba sumergido hasta la cincha, y con mil trabajos podía yo hacerlo andar. A cada paso me temía yo rodar con él y caer en el lodo, y en algunos sitios me acordé muchísimo de los malos pasos de Centroamérica. Alguna vez las ramas de los árboles estaban tan bajas, que apenas daban paso a las mulas, y entonces me veía yo obligado a desmontar y caminar dentro del lodo. A las ocho llegamos a una sabana abierta, y vi hacia el sur, como a distancia de una milla, un elevado montículo en cuya cima había algunas ruinas. Díjome el mayoral que se llamaba Senuitzacal. Yo me vi fuertemente tentado a cejar del camino y examinarlas; pero habría sido imposible llegar a ellas por el lodo y la espesura de las ramas; y, además, según decía el mayoral, estaban en completa ruina.

En media hora salimos a un paisaje despejado, y a las diez tomamos el camino real de Halachó, que es ancho y traficable en calesas. Hasta allí no habíamos encontrado habitación alguna ni encontrado un ser humano, pero, desde entonces, el camino estaba materialmente henchido de gentes que iban a la feria de Halachó, con cuyo limpio traje contrastaba de una manera desventajosa mi enlodado pergeño. Había allí indios, blancos y mestizos a caballo, en mulas o a pie, hombres y mujeres y niños; muchos de ellos llevando sus mercancías en petaquillas; familias enteras, la mitad de una aldea algunas veces, caminando en compañía. Delante de mí, caballera sobre un caballo de alquiler, iba una mujer con su hijo en brazos y otro pequeñuelo en ancas, que se aseguraba con sus piernecillas del lomo del animal para afirmarse, mientras que con sus brazos, rodeando el substancial cuerpo de su madre, procuraba guardar el equilibrio evitando un desliz. Encontramos varios grupos sentados en la sombra para descansar o hacer sus refacciones, y familias enteras durmiendo tranquilamente, sin temor ninguno de ser molestados, en los lados del camino.

A las once y media llegamos al pueblo de Becal, notable, como todos los demás, por una amplia plaza y una iglesia con dos torres. En los suburbios del pueblo el mayoral y yo platicamos algo acerca del modo de hacer nuestro almuerzo; y, después de dar un rodeo por la plaza, fue directamente a llamar a la casa del cura. Yo no creo que el cura hubiese estado esperándome; y si fue así, en verdad que no podía improvisarse un almuerzo mejor. Además del almuerzo, hablome el cura de ciertas ruinas que había en una hacienda suya, y que jamás había visitado, pero que me prometió despejar y enseñar a mi regreso. Algunas circunstancias me obligaron a tomar a mi vuelta otro camino; pero el cura, habiendo efectivamente mandado despejar las ruinas, visitolas él mismo, y después supe que algo había yo perdido con no haberlas visto. Despedime de él con la franqueza de los tiempos antiguos, estando ya libre de quedarme sin almorzar y teniendo en perspectiva otra ciudad arruinada.

Dentro de una hora llegamos a Halachó, en donde encontramos a D. Simón Peón y a dos hermanos suyos, a quienes no conocía yo todavía: D. Lorenzo, que tenía una hacienda en aquellas inmediaciones, y D. Alonso, que vivía entonces en Campeche, había sido educado en Nueva York y hablaba el inglés notablemente bien.

El pueblo de Halachó está situado en la carretera que va de Mérida a Campeche; y su feria, después de la de Izamal, es la mayor de Yucatán, y todavía es más curiosa que la de Izamal en algunos respectos. No concurren a ella ciertamente mercaderes en grande conduciendo artículos extranjeros, ni las clases elevadas de Mérida; pero se llena el pueblo de todos los indios de las haciendas y pueblos. En un respecto es inferior esta feria a la otra: no se juega allí en una escala tan vasta como en Izamal.

Hubo un tiempo en que todos los países tenían sus ferias periódicas; pero los cambios y mejoras que se han hecho en el mundo han llegado a abolir este rasgo característico de las antiguas edades. La facilidad de comunicarse unos países con otros y cada país con sus diferentes partes brinda la oportunidad de comprar y vender las cosas usuales de la vida; y actualmente, en toda la Europa en general, cada uno tiene a la puerta de su casa una feria diaria, para proporcionarse artículos de necesidad y aun de lujo. Pero en los países de América, sujetos a la antigua dominación española, acaso menos que en cualquier otro, apenas han sido sensibles las mejoras que se han hecho en los dos últimos siglos, y todavía se encuentran allí en pie muchos usos y costumbres derivados de la Europa, y que hace tiempo han caído en el olvido. Uno de esos usos es el de las ferias santas, que aún no había yo tenido ocasión de ver, sin embargo de haber ocurrido algunas durante mi residencia en Centroamérica.

La feria de Halachó dura ocho días, pero los dos o tres primeros sólo son notables por la llegada parcial de los concurrentes, y el tráfico de asegurar habitaciones para vivir y local para desplegar las mercancías. La gran reunión y los cambios gruesos no comienzan a verificarse sino hasta el martes, que fue el día de mi llegada. Entonces podía computarse que había reunidas en el pueblo como diez mil personas.

La plaza era el gran punto de concentración de toda esta muchedumbre. A lo largo de las casas del frente había hileras de mesas, sobre las cuales se veían espejos adornados de papel rojo, sortijas, collares y otros dijes para los indios. En el lado opuesto de la calle y alrededor del atrio había enramadas rústicas ocupadas por mercaderes que tenían delante otras mercancías de la misma especie. La plaza estaba dividida en pequeñas fracciones, y a cada distancia regular había un mercader, cuya tienda consistía en una ruda estaca fija perpendicularmente sobre el terreno, y cubierta con algunas hojas y mimbres, a manera de sombrilla, que protegían al dueño contra los rayos del sol. Éstos eran los vendedores de dulce y otros comestibles. Esta parte de la feria era la más frecuentada, y seguramente había allí los nueve décimos de los indios de los pueblos y haciendas de las inmediaciones. D. Simón Peón me dijo que llevaba ya asentados en su libro ciento y cincuenta criados que le habían pedido dinero, e ignoraba todavía cuántos más habría allí presentes.

Ya puede suponerse que la iglesia tenía algún interés en esta gran reunión de personas. En efecto, celebrábase la fiesta de Santiago, y para los indios la fiesta y la feria están identificadas. Las puertas de la iglesia se mantenían constantemente abiertas, el interior estaba henchido de indios, y había continuamente una turba dirigiéndose al altar. En la puerta se veía una gran mesa cubierta de velas y figurillas de cera representando brazos y piernas, que los indios compraban a medio real cada una para hacer sus ofrendas al santo. Sentado cerca del altar, al costado izquierdo veíase un barbado ministro, con otra mesa por delante en la que había una azafate de plata, cubierto de medios, reales y pesetas, como invitando a los recién venidos a que hicieran otro tanto de lo que habían hecho los precedentes. Las velas compradas en la puerta eran benditas; y, cuando los indios se presentaban con ellas en la iglesia, un negro corpulento y suciamente vestido las recibía y encendía un momento en el altar, y de allí las pasaba con sus negras manos a otro asistente blanco y viejo, que las alineaba sobre otra mesa y que, apagándolas antes de salir de la iglesia los que hacían la ofrenda, se preparaban de nuevo para volver a ser vendidas a la puerta de la iglesia.

Lo que descollaba sobre la muchedumbre, al entrar en la iglesia, era la estatua ecuestre de Santiago, respetable a los ojos de cuantos la ven, y afamada por su poder de hacer milagros y sanar enfermos, curando los fríos y calenturas, dando hijos a los padres que los desean, restituyendo una vaca o cabra perdida, cicatrizando una herida de machete y librando a los indios de todas aquellas calamidades que en su condición le han cabido en suerte. Los pies delanteros del caballo se levantaban en el aire, y el santo gastaba sombrero negro de castor con plumeros y ancha faja de galón, capa de terciopelo color de escarlata con bordaduras de oro en el ruedo, gregüescos de terciopelo verde con listón dorado en las costuras laterales, botas y espuelas. Todo el tiempo que estuve en la iglesia y cuantas veces fui a ella, los hombres, las mujeres y los niños se empujaban con fuerza para acercarse al santo y besar sus pies. El simple indígena, como el primer acto de devoción, lleva a toda su familia a prestar este acto de sumisión y obediencia. La madre desprende de sus pechos al infante para que éste imprima sus labios, tibios todavía del calor del pecho maternal, sobre los pies de la estatua bendita.

A la tarde comenzaron los toros. Los toreadores se alojaban en una casa enfrente de la nuestra, y salieron de ella en procesión, precedidos de un indio jorobado, zambo y bizco, que llevaba debajo del brazo el antiguo tambor indígena, danzando de una manera grotesca al compás de su música. Seguía en pos de la banda de picadores una turba de pillos de mirada asesina, que, figurándose ser la admiración de la muchedumbre, sólo excitaban el desprecio de ella.

El recinto para los toros se hallaba a un lado de la plaza, y, lo mismo que en S. Cristóbal, formábase de estacas sembradas perpendicularmente, atadas con mimbres y formando un edificio tembloroso y vacilante, pero, sin embargo, muy firme. En el centro había un tronco, en cuya parte superior descollaba el águila mexicana, con las alas extendidas y llevando en el pico una banderola con el apropiado mote de "Viva la república de Yucatán", y desde allí, a manera de radios se prolongaban hasta los palcos, algunas cuerdas adornadas de tiras de papel, que zumbaban con el viento. En un lado del circo había un poste, con una viga de madera pintada, de la cual pendían, por medio de cordones atados de la copa de un sombrero de paja, dos figuras embutidas de zacate con mascarones grotescos y extravagantemente vestidos. Una de ellas era estrechísima de espaldas, ancha de pies, y llevaba los pantalones abotonados por detrás.

Aunque los toros han caído en descrédito en la capital, todavía es la diversión favorita y nacional de los pueblos del interior. El animal atado al poste, cuando entramos en el circo, procedía de cierta hacienda, famosa por la ferocidad de sus toros. También los picadores eran más feroces que en la capital, y las luchas más sangrientas y fatales. Algunas veces los toros quedaban completamente derrotados; y dos de ellos, chorreando sangre, fueron sacados muertos por las astas; y esto ocurría en medio de las sonrisas y aprobación de las mujeres. ¡Espectáculo indigno y desagradable, pero que tiene todavía un poderoso influjo sobre los sentimientos del pueblo, para poder suprimirse! El espectáculo se daba a expensas del pueblo, y todo el que podía encontrar sitio para colocarse tenía libertad de entrar.

Había después de los toros un intervalo para los negocios, y principalmente para visitar el mercado de los caballos, o más bien una sección particular, a donde los tratantes enviaban sus caballos para exhibir al público. Yo estaba más interesado en este ramo, que en ninguno otro de los de la feria, como que deseaba comprar algunos caballos para nuestro viaje al interior. Había allí un considerable surtido de ellos, aunque, lo mismo que en lo demás del país, eran pocos los de buena calidad. Los precios variaban, desde diez hasta doscientos pesos, sin que ese precio se fijase por la buena casta del animal, sino por su estampa y su paso. Los rocines de haciendas, llamados trotones, valían diez o veinticinco pesos; y aumentaban en valor, según excedían en el paso o facilidad de sus movimientos. Nadie se atreve a caminar en Yucatán sobre un caballo trotón, porque quien tal hace sufre la imputación de no poder comprar uno de paso. Los caballos que tienen mejor apariencia en el país son los de fuera; pero no hay duda de que los caballos de allí mismo son notablemente recios, demandan poco cuidado y sufren un grado extraordinario de fatiga.

Vino la noche, y la plaza estuvo animadísima con la concurrencia, y brillante con las luces. En uno de sus lados, enfrente de la iglesia, había hileras de mesas con naipes y dados, a cuyo alrededor se reunieron desde luego los jugadores, blancos y mestizos; pero la gran escena de atracción era el centro de la plaza, en que se reunían los indios. Era hora de cenar, y los mercaderes en pequeño tenían un buen despacho de sus comestibles. Los pavos que habían estado en traba todo el día, provocando al pueblo a que los comiese, ya estaban listos para aquella hora, y por materia de medio real se obtenía una buena ración. Noté entonces una cosa de que había yo oído hablar, pero que no había visto hasta allí; a saber, que los granos de cacao circulan entre los indios como moneda. En Yucatán no hay moneda de cobre, ni ninguna otra menor que la de medio real, que vale 6 y cuarto centavos; y esta deficiencia se suple por medio de granos de cacao. Divídese el medio generalmente en veinte partes de a cinco granos cada una; pero el número aumenta o disminuye según la cantidad que hay del artículo en el mercado y su verdadero valor. Como los salarios del indio son cortos, y los artículos que compra son solamente los necesarios para la vida, que son muy baratos, estos granos de cacao, o partes fraccionales de un medio, forman la moneda más usual entre ellos. Su circulación tiene siempre un valor real, regulándose por la cantidad de cacao que hay en el mercado. El único inconveniente que presenta, hablando en sentido económico, es la pérdida de alguna parte de la riqueza pública por la destrucción del cacao, como sucede con las notas de banco. Sea como fuese, estos granos de cacao tienen un interés independiente de todas las cuestiones de economía política, porque indica e ilustra una página en la historia de este desconocido y misterioso pueblo. Cuando los españoles invadieron Yucatán no hallaron ningún medio de circulación de oro, plata o metal alguno, sino únicamente granos de cacao; y parece en verdad una circunstancia muy extraña, que mientras las maneras y costumbres de los indios han sufrido un inmenso cambio; mientras que sus ciudades han sido destruidas, profanada su religión, sus monarcas hundidos en el polvo y todo su gobierno modificado por una legislación extranjera, no se haya alterado todavía su primitivo medio de circulación.

En medio de esta extraña escena, ocurrió a un extremo de la plaza una especie de tumulto, y presentose a mi vista un objeto que hizo convertir mis ideas y sentimientos hacia la patria. Era un coche de posta, construido en una fábrica de Troya, exactamente semejante a los que se ven en todos los caminos de nuestro país, pero que tenía escrito sobre la puertecilla "La diligencia campechana". Era una de las de la línea de diligencias entre Mérida y Campeche, y acababa en aquel momento de llegar de esta última plaza. Venía a escape, y tirada de caballos salvajes, de crin suelta, aún no enfrenados y con el pecho dilacerado por la presión de los tirantes. Nueve personas venían dentro; y el aspecto del carruaje me era tan familiar, que, al abrirse la puertecilla, esperaba yo ver salir algunos antiguos conocidos; pero todas ellas hablaban una lengua extranjera, y en lugar de recibir la bienvenida por algún posadero o sirviente, echáronse a inquirir ansiosamente en dónde hallarían que comer y sitio en que dormir.

Dejando a los recién venidos que se arreglasen del mejor modo que supiesen, nosotros nos dirigimos al baile. Enfrente del cuartel había una rústica enramada circuida de una barandilla provisional, decorada en los lados de sillas y bancas, quedando despejado el centro para bailar. Hasta que las vi reunidas, no creía que hubiese en la feria tan gran número de personas blancas como en efecto había, y lo mismo que las que están en rededor de las mesas de juego y los indios que se hallan en la plaza, los del baile parecían olvidarse de que hubiese otra reunión que la de ellos en aquel sitio. Agradome esta especie de olvido independiente, y, escurriéndome hasta un cómodo sillón de brazos, disfruté de un rato tan tranquilo y confortable como no lo había yo tenido desde que en la mañana me había puesto en camino a través de aquel lodazal. En esta situación permanecí hasta que me despertó D. Simón para dirigirnos a la posada.

En el siguiente día repitiéronse las mismas escenas del anterior. Durante los toros de la tarde, conversando con un caballero que estaba junto a mí, supe que en Maxcanú, pueblo distante de allí cuatro leguas, había algunas antigüedades. Para que a mi regreso a Uxmal pudiese yo pasar por aquel pueblo, parecía conveniente que yo visitase al siguiente día las ruinas de la hacienda de D. Simón; pero éste no podía acompañarme sino hasta después de la feria, y entre el inmenso concurso de indios era difícil hallar uno que pudiese servirme de guía.

Hasta las once de la siguiente mañana no me encontré expedito para ponerme en marcha, llevando de guía a un mayordomo de otra hacienda, que, hallándose de mal talante, como puede suponerse, por haberse visto obligado a dejar la fiesta, echose a trotar a rienda suelta determinado a librarse de mí lo más pronto que le fuera posible. El sol era abrasador; el camino, ancho recto y pedregoso sin vestigio alguno de sombra; pero en cuarenta minutos, aunque casi sofocados, llegamos a la hacienda Sihó, distante dos leguas.

Esta finca, que estaba a cargo de D. Simón, pertenecía a un hermano suyo, residente, entonces, en Veracruz. Aquí me traspasó mi guía en manos de un indio, y regresó más que de prisa a la feria. El indio montó otro caballo, y siguiendo por un corto trecho más el mismo camino que habíamos traído, a través de los terrenos de la hacienda, cejamos a la derecha, y al cabo de cinco minutos vi en los bosques de la izquierda, cercano al camino, un elevado montículo de ruinas llevando consigo aquel distintivo característico, antes tan extraño y hoy tan familiar para mí, que anunciaba la existencia de otra ciudad desconocida, desolada, sin nombre y envuelta en ruinas.

Dirigímonos a otro montículo más próximo que el primero, y allí desmontamos atando los caballos a los árboles. Este montículo era una sólida masa de mampostería, de treinta pies de elevación y casi cuadrada. Las piedras eran tan grandes, que una de ellas colocada en un ángulo, medía seis pies de largo sobre tres de ancho: los lados estaban cubiertos de espinas y abrojos. Sobre el costado del sur había una hilera de escalones, en buen estado, de quince pulgadas de alto cada uno y tres pies de largo. Por los demás lados, elevábanse las piedras en forma piramidal, pero sin ningún escalón. En la cúspide había un edificio de piedra cuyas paredes, hasta la altura de la cornisa, todavía se conservaban en pie. Sobre ella, la fachada había caído enteramente; pero la masa de piedras y caliza que formaba el techo permanecía aún, y la parte interior era exactamente semejante a los edificios de Uxmal, teniendo el mismo arco distintivo. No había allí restos de escultura; pero la base del montículo está escombrada de piedras derruidas, entre las cuales hay algunas de cerca de tres pies de longitud formando una especie de artesas lo mismo que las que habíamos visto en Uxmal, en donde se les daba el nombre de pilas o fuentes.

De allí pasamos por medio del bosque al primer montículo que habíamos visto. Éste tendría tal vez sesenta pies de elevación y era una masa completa de piedras caídas. Cualquiera que haya sido el carácter de este edificio se hallaba enteramente perdido, y, si no hubiese sido por la estructura que acababa de ver y por el examen de otras diversas ruinas del país, había podido dudarse si aquélla se formó con sujeción a algún plan o a las reglas del arte. La masa de piedra era tan sólida, que no había podido arraigarse en ella vegetación alguna: sus costados estaban desnudos y limpios enteramente, y cuando se removía una pieza daba un sonido metálico semejante a una campana de hierro. Cuando estaba yo subiendo, recibí un golpe de una de las piedras que se resbalaban. El choque fue tal, que me arrastró casi hasta la base, me inutilizó completamente por el momento y no pude recobrarme del todo, sino hasta pasado algún tiempo.

Desde la cima de este montículo vi otros dos casi de la misma altura, y, habiendo tomado su dirección con el compás, bajé y me encaminé hacia ellos. El terreno todo estaba cubierto de árboles, espinas y maleza. Mi indio había ido a desatar los caballos y situarlos en otro camino. Yo no tenía machete, y, aunque los montículos no estaban muy distantes, me encontré todo rasguñado y roto cuando llegué a ellos. Se hallaban en tan cabal ruina, que apenas conservaban su forma. Al pasar entre ellos, vi un poco más lejos otros tres que formaban tres ángulos de un patio o plaza; y en este patio que sobresalía a la maleza había enormes piedras, que al descubrirlas tan inesperadamente me produjeron una viva excitación. A cierta distancia me recordaban los monumentos de Copán, pero todavía eran más extraordinarias e incomprensibles. Eran de una forma inusitada, y tan rudas y ásperas como si viniesen todavía de la cantera. Cuatro de ellas eran planas; la mayor tenía catorce pies de elevación y medía en el tope cuatro pies de anchura, sobre uno y medio de espesor. La parte superior era más ancha que la base, y estaba en una posición inclinada, como si hubiese perdido su cimiento. Las demás eran todavía más irregulares en su forma, y no parecían sino que el pueblo que las erigió allí había buscado precisamente las piedras más enormes que hubiese podido haber a las manos, largas o cortas, delgadas o espesas, cuadradas o redondas, con tal de que fuesen abultadas. Carecían de belleza o propiedad en el diseño o proporciones, y no había marcas o caracteres sobre ellas; pero en aquella desolación y soledad presentaban algo de extraño y de terrible; y, semejantes a algunas lápidas sepulcrales sin epitafio en el patio de una iglesia, parecían designar las sepulturas de algunos muertos desconocidos.

En uno de los montículos que caían sobre este patio hay un edificio largo, con la fachada destruida, lo cual permitía mirar a lo interior. Subí, y sólo descubrí los restos de un estrecho corredor y un arco, sobre cuya pared se veían los vestigios de la mano roja. Todo el paisaje inmediato es una floresta tan áspera, que se hace imposible formar una idea de toda la extensión de estas ruinas. Lo cierto es que allí hubo una gran ciudad cuyo nombre es enteramente desconocido.

Entonces mi visita sólo llevaba por objeto echar una ojeada preliminar para ver si habría algo en qué emplear el pincel de Mr. Catherwood, y ya era cerca de la una. El calor era intenso; y cubierto de sudor y con el vestido hecho trizas por los espinos y abrojos, salí al camino abierto en donde mi indio estaba esperándome con los caballos. Montamos inmediatamente, y continuamos a galope dos leguas más hasta la hacienda Tankuiché.

Esta finca era la favorita de D. Simón Peón, como que la había creado desde sus fundamentos y hecho todo el camino que va hasta el pueblo. Era un hermoso tintal, y había levantado máquinas allí para extraer la tinta del palo. De ordinario era una de sus haciendas en que reinaba más actividad; pero el día en que estuve allí no parecía sino que una plaga desoladora había caído sobre ella. Las chozas de los indios estaban solitarias; los muchachos desnudos no retozaban alrededor de ellas; y la gran puerta estaba cerrada. Atamos nuestros caballos a un lado y subiendo por un ramal de escaleras, entramos en la casa por un pasadizo; todas las puertas estaban cerradas y a nadie se veía. Dirigiéndome al andén de la noria, vi a un indezuelo, cubierto de un sombrero de paja, dormitando sobre un viejo caballo, que, dando vueltas a la noria, extraía de ella torrentes de agua fresca, que ninguna persona se acercaba a recoger. Al verme el indezuelo, incorporose sobre el caballo y procuró contenerlo: pero el viejo animal acostumbrado a seguir su camino dando vueltas,no tuvo por conveniente detenerse, mientras que el pobre muchacho tenía el aspecto de creer que seguiría girando en consorcio del caballo, hasta que alguno viniese a desmontarlo. Todos habían marchado a la fiesta y estaban a la sazón formando parte de la inmensa turba que yo había dejado en el pueblo. Había en efecto una diferencia notable entre la tumultuosa feria y la soledad de esta hacienda abandonada. Senteme bajo un hermoso ceibo, que daba sombra a la noria, y comí un pedazo de pan y una naranja. Después de esto me dirigí a la puerta principal y quedé sorprendido al encontrarme con un solo caballo: mi guía había montado en el otro y regresado a su hacienda. Volvime a la noria e hice un esfuerzo para hablar con el muchacho; pero el viejo caballo seguía dándole vueltas, y apenas me lo aproximaba cuando volvía a alejármelo. Echeme sobre el andén mientras me arrullaba el chirrido de la noria. Había hecho tales progresos en mi siesta, que no sentía muchas ganas de ser interrumpido, cuando he aquí que llegó un mozo indio que había sido atrapado por mi guía fugitivo, enviándomelo para mostrarme las ruinas. El tal mozo no habría podido comunicarme este hecho, si afortunadamente no hubiese venido acompañado de otro que hablaba el español. Éste era un hombre inteligente, de edad provecta y de muy respetable apariencia; pero D. Simón me dijo que era el peor individuo que había en su hacienda. Estaba frenéticamente enamorado de una muchacha que no vivía en la misma hacienda, y tenía la costumbre de fugarse para visitarla, y de ser traído después con los brazos atados por la espalda. En pena de la última falta de esta especie que había cometido se le prohibió ir a la fiesta. Por su medio pude entenderme con mi nuevo guía, y me puse otra vez en marcha.

A los cinco minutos, después de haber dejado la hacienda, cruzamos entre dos montículos en ruinas, y de cuando en cuando vislumbraba yo algunos vestigios al través de los bosques. Al cabo de veinte minutos llegamos a un montículo como de treinta pies de elevación, sobre cuya cima había un edificio arruinado. Desmontamos allí, atamos nuestros caballos y subimos al montículo. Toda la fachada había caído: la parte interior estaba cubierta de maleza hasta la cornisa, y sólo el arco de la pared posterior era la única parte que asomaba sobre el terreno; pero, en lugar de ser formado de piedras labradas, como todos los que yo había visto en Yucatán, éste se hallaba dado de estuco y cubierto de pinturas, cuyos colores estaban brillantes y frescos todavía. Los colores dominantes eran el rojo, el verde, el amarillo y el azul; y, a la primera vista, las líneas y figuras parecían tan distintas, que pensé sería fácil comprender su objeto. Como la pieza estaba cubierta hasta arriba de lodo, tuve necesidad de sentarme, o más bien acostarme, para poder examinar las pinturas. Una de ellas me chocó por ser exactamente una representación de la máscara descubierta en el Palenque. Deseaba ansiosamente sacarla entera; pero, sabiendo yo por experiencia qué había hecho sobre el estuco con el machete, que esto sería imposible lograrlo, la dejé intacta.

Con el interés con que yo estaba trabajando,no había descubierto que millares de garrapatas se me habían pegado al cuerpo. Estos insectos son la plaga de Yucatán, y forman, absolutamente hablando, la más perenne fuente de mortificaciones y molestias de cuantas haya yo podido encontrar en todo el país. Algo de ello había visto en Centroamérica; pero en diferente estación y cuando el calor del sol ha matado la inmensidad de su número, y cuando las que quedan han llegado a tal tamaño, que cualquiera puede verlas y cogerlas. Pero aquéllas parecían granos de arena en cuanto al color, tamaño y número. Se desparraman sobre todo el cuerpo, penetran por las junturas del vestido y, semejantes al insecto conocido entre nosotros con el nombre de tick (garrapata), se introducen en la carne produciendo una irritación casi intolerable. El único medio de quitárselas de encima es cambiar inmediatamente de vestido. En Uxmal no las habíamos sentido, porque, según se dice, prodúcense únicamente en los campos donde pasta el ganado, y aquellos campos sólo sirven para milpas o sementeras. Jamás había yo encontrado sobre mí tal profusión de aquellos animales, y su presencia alteró completamente la tranquilidad con que estaba yo examinando las pinturas. En efecto, no pude permanecer por más tiempo en el terreno.

Es una desgracia que, mientras varios departamentos han quedado intactos, se encuentre escombrado éste, que es más curioso e interesante. Es probable que tanto las paredes como la bóveda hayan estado dadas de estuco y pintadas. Sólo habría costado una semana de trabajo el despejarlo; pero yo creí que, en virtud de haberse acumulado tanto cieno contra las paredes por un largo y desconocido espacio de tiempo y una larga sucesión de estaciones lluviosas, los colores deberían estar tan completamente borrados, que nada se hubiera descubierto capaz de compensar el trabajo.

Era casi de noche, y el trabajo del día había sido severo. Yo estaba cansado y cubierto de garrapatas; pero el día próximo era domingo, y el último de la fiesta, y por lo mismo determiné regresar al pueblo aquella misma noche. Hacía una hermosa luna; y, habiéndome echado a correr, a las once de la noche percibí, al fin de un camino largo y recto, la ilumidada fachada de la iglesia de Halachó. Muy pronto olvidé la desolación de las ruinas en medio de los millares de gente reunidas y el brillo de los luces, devolviendo otra vez mis simpatías hacia los vivos. Pasé junto a las mesas de los jugadores: crucé la plaza a través de una turba de indios que se hicieron atrás por deferencia al color de mi piel, y, cuando menos me esperaban mis amigos, me presenté en el baile. No me sentía dispuesto entonces a dormir. Como última noche de la fiesta, las poblaciones vecinas habían enviado a ella toda su gente; el baile era más numeroso y alegre; formábanlo los blancos y aquéllos en cuyas venas circulaba sangre blanca, mientras que en la parte exterior había una multitud de filas de indios sin presunción de entrar en la sala; y más allá, en la plaza, había una densa nube de aquellos nativos de la tierra y señores del suelo, aquel extraño pueblo en cuyas ciudades arruinadas acababa yo justamente de andar vagando# aquel pueblo sometido tranquilamente al dominio de los extranjeros, sumido en la abyección y contemplando al hombre blanco como a un ser superior. ¿Serían esos hombres los descendientes de aquel pueblo fiero que hizo tan sangrienta resistencia a los conquistadores españoles?

Terminado el baile a la once de la noche, las balaustradas de la iglesia brillaron con los fuegos artificiales, concluyéndose con la pieza nacional del castillo. A las doce de la noche, cuando nos dirigíamos a la posada, la plaza estaba llena de indios como en mitad del día. Desde mi llegada al país no me había llamado tanto la atención la peculiar constitución de las cosas en Yucatán. Distribuidos originariamente los indios como esclavos, habían quedado después como sirvientes. La veneración a sus amos es la primera lección que reciben; y esos amos, descendientes de aquellos terribles conquistadores, después de tres siglos de una paz constante, han perdido toda la fiereza de sus antepasados. Dóciles y apacibles, enemigos del trabajo, no imponen ciertamente cargas pesadas sobre los indios; y comprenden y contemporizan con sus costumbres; y de esta suerte, las dos razas caminan juntas en armonía, sin temerse una y otra, formando una simple, primitiva y casi patriarcal sociedad. Y el sentimiento de la seguridad personal es tan fuerte y arraigado, que a pesar de la muchedumbre de forasteros que había en Halachó, y tener D. Simón montones de dinero sobre su mesa, había tan poco temor de un robo, que dormíamos tranquilamente con todas las puertas y ventanas abiertas.